Me gustaba visitar a mi abuela Rosa de
niño, y aunque nunca era tan habitual como me hubiera gustado, era una
experiencia maravillosa cuando mis padres nos llevaban y dejaban con ella. Ella
era una viejecita pequeña, de cabello corto gris, más bien plata, de ojos
indios, pardos, casi verdes, y temperamento fuerte, ya amansado por el tiempo y
por sus nietos. Tenía una casa enorme, con habitaciones cerradas llenas de
tesoros y corotos sin ningún valor, pero aun así ella los atesoraba bajo llave.
Supongo que eran tantos recuerdos que no quería que ni uno se escapara. Al
igual que la casa, el patio trasero era enorme, lleno de árboles frutales,
gallinas, morrocoyes, y una perra Boxer que adoraba.
Generalmente, cuando estábamos solos ella,
mi hermano y yo, tenían lugar los dos rituales por los cuales me
encantaba visitarla, y en especial en las tardes. Nos dejaba mi padre en la
entrada, ella nos hacía pasar a la casa tomándonos de la mano y nos conducía a
su cocina. Nos sentábamos en una mesita, yo giraba para ver por la ventana que siempre
quedaba a mi espalda, y la escuchaba decir: “Queremos una merienda, ¿no?”. Seguidamente
tomaba una vieja olla ya curtida y quemada por el tiempo, calentaba agua en
ella, y colocaba dos o tres trocitos de papelón. Cuando el papelón ya estaba en
ebullición, lo volcaba en su colador de tela y de allí emanaba el más delicioso
aroma a café recién colado que recuerde. Nos servía una taza grande de guarapo (recuerdo
a mi hermano teniendo que utilizar sus dos manos para poder sostener la taza),
y como acompañante, dos paquetes de galletas de soda. Tan sencilla comida para mí
era la gloria: saborear las galletas previamente sumergidas por segundos en el
café caliente… ¡Humm! Aun hoy me embarga un sentimiento de profundo amor al morder una
crujiente galleta de soda.
Lo otro sucedía justo después: ella tomaba
su taza caliente, saboreaba el café, y se ponía a recordar en voz alta, a echar
cuentos de cuando era niña. Supongo que el aroma aguamiel la llevaba
inevitablemente a su infancia. Y con toda seguridad sus abuelos siempre salían
a colación: “mi nona me quería tanto”, “mi nono me llevaba a caminar por el
páramo”, y tantos otros lindos recuerdos.
Una vez nos contó que su nono se iba de
viaje, y al despedirse le pidió un fuerte abrazo, un abrazo mágico que lo
protegiera porque se iba lejos a la ciudad de los leones. Mi abuela cuenta que
pasaron dos semanas, y todos los días preguntaba: “¿Y mi nono? ¿No
se lo habrán comido los leones?”. Hasta
que un día llego el nono de su largo viaje, trayendo una caja de cartón atada
con mecatillo para que no se saliera su contenido. La sentó en sus piernas y
empezó a narrar su viaje: largas carreteras, feos pueblos, y todo lo que pasó
para llegar a la ciudad grande. Luego le describió la misma: llena de peligros,
edificios altos y bellos monumentos, como una montaña cubierta de escalinatas
blancas que desde abajo parecían llegar al cielo, pero en la cima tenía un
majestuoso arco, más alto que el árbol más grande que ella pudiera ver en el
campo, coronado por tres hermosas damas que nunca bajaban, éstas a su vez protegidas
por nobles leones que custodiaban el valle de El Silencio. Le dijo que los vio,
se acercó y los acarició, y que no temió porque estaba protegido por aquel
abrazo mágico. Aun más, que los leones le habían mandado un regalo a su nieta
adorada, que estaba en esa caja firmemente anudada. Mi abuelita, entonces niña,
no pudo resistir y corrió a desatarla, pero no pudo. Pidió ayuda al nono, que
tomó su navaja y cortó las fibras tensas de la cuerda. Y allí estaba: una hermosa
muñeca grande, muy blanca, muy rubia, con un gran lazo en la cabeza. Recuerdo
ver a mi abuela tomar un sorbo de café y decir: “…Y pensar que cuando me fui a
Caracas con mis cinco muchachos a cuestas, vi muchas fieras pero ni un sólo
noble león... ¡Hay que ver que el tiempo todo lo cambia!”
Dedicado al Pez Linterna
Gracias al Oso....
Dedicado al Pez Linterna
Gracias al Oso....

