lunes, 8 de octubre de 2012

Leones en El Calvario


Me gustaba visitar a mi abuela Rosa de niño, y aunque nunca era tan habitual como me hubiera gustado, era una experiencia maravillosa cuando mis padres nos llevaban y dejaban con ella. Ella era una viejecita pequeña, de cabello corto gris, más bien plata, de ojos indios, pardos, casi verdes, y temperamento fuerte, ya amansado por el tiempo y por sus nietos. Tenía una casa enorme, con habitaciones cerradas llenas de tesoros y corotos sin ningún valor, pero aun así ella los atesoraba bajo llave. Supongo que eran tantos recuerdos que no quería que ni uno se escapara. Al igual que la casa, el patio trasero era enorme, lleno de árboles frutales, gallinas, morrocoyes, y una perra Boxer que adoraba.

Generalmente, cuando estábamos solos ella, mi hermano y yo, tenían lugar los dos rituales por los cuales  me encantaba visitarla, y en especial en las tardes. Nos dejaba mi padre en la entrada, ella nos hacía pasar a la casa tomándonos de la mano y nos conducía a su cocina. Nos sentábamos en una mesita, yo giraba para ver por la ventana que siempre quedaba a mi espalda, y la escuchaba decir: “Queremos una merienda, ¿no?”. Seguidamente tomaba una vieja olla ya curtida y quemada por el tiempo, calentaba agua en ella, y colocaba dos o tres trocitos de papelón. Cuando el papelón ya estaba en ebullición, lo volcaba en su colador de tela y de allí emanaba el más delicioso aroma a café recién colado que recuerde. Nos servía una taza grande de guarapo (recuerdo a mi hermano teniendo que utilizar sus dos manos para poder sostener la taza), y como acompañante, dos paquetes de galletas de soda. Tan sencilla comida para mí era la gloria: saborear las galletas previamente sumergidas por segundos en el café caliente… ¡Humm! Aun hoy me embarga un sentimiento de profundo amor al morder una crujiente galleta de soda.

Lo otro sucedía justo después: ella tomaba su taza caliente, saboreaba el café, y se ponía a recordar en voz alta, a echar cuentos de cuando era niña. Supongo que el aroma aguamiel la llevaba inevitablemente a su infancia. Y con toda seguridad sus abuelos siempre salían a colación: “mi nona me quería tanto”, “mi nono me llevaba a caminar por el páramo”, y tantos otros lindos recuerdos.

Una vez nos contó que su nono se iba de viaje, y al despedirse le pidió un fuerte abrazo, un abrazo mágico que lo protegiera porque se iba lejos a la ciudad de los leones. Mi abuela cuenta que pasaron dos semanas, y todos los días preguntaba: “¿Y mi nono? ¿No se lo habrán comido los leones?”. Hasta que un día llego el nono de su largo viaje, trayendo una caja de cartón atada con mecatillo para que no se saliera su contenido. La sentó en sus piernas y empezó a narrar su viaje: largas carreteras, feos pueblos, y todo lo que pasó para llegar a la ciudad grande. Luego le describió la misma: llena de peligros, edificios altos y bellos monumentos, como una montaña cubierta de escalinatas blancas que desde abajo parecían llegar al cielo, pero en la cima tenía un majestuoso arco, más alto que el árbol más grande que ella pudiera ver en el campo, coronado por tres hermosas damas que nunca bajaban, éstas a su vez protegidas por nobles leones que custodiaban el valle de El Silencio. Le dijo que los vio, se acercó y los acarició, y que no temió porque estaba protegido por aquel abrazo mágico. Aun más, que los leones le habían mandado un regalo a su nieta adorada, que estaba en esa caja firmemente anudada. Mi abuelita, entonces niña, no pudo resistir y corrió a desatarla, pero no pudo. Pidió ayuda al nono, que tomó su navaja y cortó las fibras tensas de la cuerda. Y allí estaba: una hermosa muñeca grande, muy blanca, muy rubia, con un gran lazo en la cabeza. Recuerdo ver a mi abuela tomar un sorbo de café y decir: “…Y pensar que cuando me fui a Caracas con mis cinco muchachos a cuestas, vi muchas fieras pero ni un sólo noble león... ¡Hay que ver que el tiempo todo lo cambia!”



Dedicado al Pez Linterna
 


Gracias al Oso....