viernes, 17 de mayo de 2013

Llegué a Caracas recién cumplidos los 10 años, aunque ya la había visitado muchas veces. Recuerdo especialmente la primera vez que mi padre nos llevó a descubrir el centro, a visitar el casco histórico, que desde mi punto de vista a 1mt de altura era realmente impresionante. Tomamos el Metro, que era toda una novedad en el 83, nos bajamos en La Hoyada y a partir de allí era todo diferente. Sentía que estaba en una especie de ciudad cosmopolita como las de las pelis. Lo primero que hizo papá fue decirnos donde trabajaba mamá, que en aquel entonces había sido transferida desde Maracay. Era la nueva Torre Unión en la Esquina El Chorro. Todo para mí era grande, alto y brillante.

Como era habitual en un paseo al casco histórico, llegamos a la Plaza El Venezolano, antigua Plaza San Jacinto, rodeada de comercios y antiguos edificios, nos llevo a la vieja tienda de sombreros justo al frebte de la casa natal de Bolívar. Luego del obligatorio recorrido por ésta última, nos fuimos al Capitolio, actual Asamblea Nacional. Era como en los libros de texto del colegio, con esa gran cúpula dorada. 

Lo que más me impresionó, sin embargo, fue ver la Ceiba de San Francisco: recuerdo ir bajando hacia el Centro Simón Bolívar y ver este gran árbol, casi casi era un baobab, como esos del cuento... me recordaban a los del El Principito, y yo soñaba con tener un árbol como el de las ilustraciones. Debo acotar que desde niño tuve una gran afición por la jardinería, recolectaba semillas de árboles y las sembraba, aun hoy día tengo un árbol que planté a los 8 años, y me sigue acompañando. 

Mi padre conocía mi afición por los árboles y la alimentaba, y dio la estocada de gracia cuando empezó a relatarnos a mi hermano y a mí su propia historia de la Ceiba. Comenzó por mencionar que ese era el árbol más especial después del Samán de Güere, por el cual papá ya conocía mi fascinación. Hasta ese día yo no había caído en cuenta de que mi padre había vivido en Caracas de niño. Mi abuela dejó los Andes, escapando del abandono del padre de sus hijos, de una vida poco fácil y triste, y esperando que en la capital la vida fuese mejor. Cuando llegaron, mi padre tendría no más de 9 años, siendo el antepenúltimo de 6 hermanos, que para ese entonces sólo eran 5.

Mi padre nos contó que cuando tomaron la decisión de mudarse, mi abuela les dijo que irían a la ciudad de los leones, pero al llegar nunca vio leones, lo cual siempre le causó gracia. Recordaba papá que una vez un señora les regalo unos libros donde aparecían extraños animales, entre ellos los fulanos leones de los que tanto oía hablar, pero que nunca vio. Había muchos otros, como cebras, elefantes, y jirafas. Estas últimas le llamaban mucho la atención, y le preguntó a su madre dónde podría encontrar esos animales tan extraños. Ella, que no sabía qué bichos raros eran esos y mucho menos donde estaba África, le respondió que en el centro, cerca de la iglesia de San Francisco y el Calvario, estaban los leones, y de seguro también estarían eso animalejos extarños. Él había leído que las jirafas tenían largos cuellos para alimentarse de las copas de los árboles, así que dedujo que La Ceiba sería su comida favorita, y por ende allí las encontraría. 

Contaba papá que cuando mi abuela le encargaba llevar la ropa que había planchado a una familia que vivía de Muñoz a Padre Sierra, él tomaba algo de tiempo para bajar hasta la esquina de La Bolsa a ver si encontraba alguna jirafa por allí dándose un banquete con la Ceiba de San Francisco.